Cuando algo alcanza cierta reputación, las expectativas desaforadas acaban por perjudicarlo. Seguro que te ha pasado: tus padres, amigos y compañeros de trabajo te insisten tanto en lo cojonuda que es una película que, cuando por fin la ves, el desencanto es inevitable. La unión de Los Coronas & Arizona Baby lleva seis meses vendiéndose como la panacea, y los piropos empiezan a ser como esa bola gigante de piedra que los aplastará si no corren lo suficiente.
Los veteranos (y melenudos) Coronas y los ascendentes (y barbudos) Arizona son bandas estupendas, nadie lo discute. Su extraño combo funciona: al fin y al cabo, ya sea surf instrumental o rock sureño, ambos grupos practican estilos netamente americanos de los que no hay excesiva tradición por estos lares, y eso une. Su propuesta conjunta es esencialmente de directo (sin desmérito del EP que han editado, incluso en un vinilo muy cuco), donde dejan claro que los ocho son músicos de raza. Pero anoche en Madrid las circunstancias conspiraron para restar algo de brillo a su actuación.
El primer problema fue el recinto: el Teatro Lara está listo para un cierre por reforma que renueve su desvencijado patio de butacas. Los anfiteatros son indescriptiblemente incómodos, lo que convierte un concierto de dos horas y cuarto como el de anoche en un pequeño suplicio. Es un auditorio con encanto, vale, pero no basta con eso. Luego está la pega de siempre en un teatro: no se puede beber nada mientras uno ve el espectáculo. Y el rock siempre entra mejor con un tercio de cerveza en la mano.
Las virtudes que se le presuponen a los conciertos en teatros son un buen sonido y una buena iluminación. Ayer no hubo nada de eso. Fue un mal presagio que las puertas del teatro se abrieran con media hora de retraso porque la prueba de sonido aún continuaba. El concierto arrancó a las 22:45 con un sonido embarullado, despiadado con el micro del cantante de Arizona Baby Javier Vielba, que se pasó un cuarto de hora pidiendo por gestos reajustes en la mezcla. Nunca llegaría el sonido a estar a la altura que requería el virtuosismo de los músicos.
De la luminotecnia no puedo hablar mal porque mentiría: no era mala, era inexistente. En varias ocasiones hubo más luz en la platea que sobre el escenario, reduciendo a los intérpretes a su mínima expresión, simples siluetas. En la lona blanca que había tras ellos se proyectaron imágenes durante todo el concierto que les robaban nuestra atención: no es que el montaje audiovisual arropara a las bandas, es que éstas hacían de músicos de directo para las imágenes, a la manera de los pianistas con el cine mudo.
Por culpa del recinto, la acústica y las luces, anoche no se produjo esa electricidad en el aire que hace memorable un concierto. El público disfrutó pero no vibró, sin levantarse nunca de las butacas hasta la ovación final. Sobre el escenario había talento y ganas, pero también, probablemente, una cierta conciencia de que la conexión no se estaba produciendo.
Haré un ejercicio de abstracción de los elementos para subrayar lo bueno: por ejemplo, las proyecciones antes mencionadas, seleccionadas y montadas con un gusto exquisito. Cuando Arizona Baby interpretan A tale of the west, en la pantalla aparecen ilustres vaqueros del cine americano como James Stewart, Charles Bronson o John Wayne; en cambio, durante la ejecución de Los rumbaleros, que Los Coronas compusieron para un hipotético spaghetti western de Tarantino que ahora tiene visos de hacerse realidad, las imágenes se escoran hacia las incursiones hispano-italianas en el género. Las escenas de La leyenda del indomable resultan idóneas para ilustrar la última canción de la noche, I fought the law. El imaginario visual de la gira Dos bandas y un destino combina sin estridencias a los quinquis de periferia de Eloy de la Iglesia con los vaqueros enamorados de Brokeback mountain.
En lo musical, cuando todos están sobre el escenario, el exuberante estilo surf de Los Coronas se impone(es una pelea desigual, son cinco contra tres…); a cambio, su sonido gana mucho con las voces. Cuando las guitarras eléctricas le arropan, el cantante de Arizona Baby se siente libre para dejar su acústica y ser un poco más intérprete, lo que redunda en beneficio del espectáculo: lástima que anoche no hubiera ni un mísero foco para enfatizarlo.
Un par de temas se cayeron del repertorio previsto y, aún así, el concierto acabó a la una de la madrugada(es posible que el síndrome “Dios, es miércoles y mañana madrugo” tampoco ayudara a que el público entrara en calor). Dos horas y cuarto en las que cupieron todo tipo de versiones, desde Los Brincos hasta Pink Floyd, siempre adaptadas a los estilos de referencia de sus intérpretes. Éstos dan cantidad y calidad, así que no es exactamente culpa suya que esta crónica sea poco entusiasta. Si las circunstancias no lo boicotean, un recital suyo es algo que merece la pena pagar por ver.
(www.rollingstone.es, Opinión muy diferente entre la crónica y los comentarios de la misma)
Yo estuve y es verdad que la luz era una mierda y que el teatro también. Ellos estuvieron muy bien, pero creo que el artículo no dice lo contrario.
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